¿Fue solo una macabra coincidencia? ¿O fue la extinción de la última deuda humanitaria de la vieja Europa? El mismo día en que los periódicos informaban de la muerte de Henryk Mandelbaum, el último sobreviviente de los presos que fueron obligados a limpiar los hornos de Aushwitz, el Parlamento Europeo, reunido en Estrasburgo, decidía la criminalización de las migraciones.
El texto acordado entre los 27 estados miembros de la Unión Europea y la Eurocámara fue aprobado por 367 votos a favor, 206 en contra (la conciencia) y 109 abstenciones (los más cínicos), y admite una detención de hasta 18 meses, una prohibición de cinco años para volver, y no excluye de la expulsión ni siquiera a los niños. Prevé así mismo el retorno a su país de origen, o a otro que lo admita, de todo extranjero en situación irregular. Europa ha optado por no sentirse involucrada humanitariamente en situaciones de vida o muerte que afectan por razones raciales, religiosas, políticas o económicas a millones de personas en el resto del mundo. Los europeos han logrado generalizar una situación de bienestar para sus poblaciones, no sin esfuerzo, por cierto; la reconstrucción posterior a las dos guerras mundiales se ha alcanzado en base al trabajo muy duro, al énfasis en la educación, y finalmente a la capacidad de concertación que se traduce en la unidad. Como también se debe al despiadado proteccionismo para sus productos, a las duras cargas impositivas a la importación de mercaderías manufacturadas, a rechazar todo tipo de valor agregado a la codiciada materia prima foránea, y a reservarse el mercado para su mano de obra. Europa sólo importa kilos baratos y exporta toneladas muy caras. En Europa ya no quedan memoria ni gratitud por los cientos de miles de seres humanos que entre fines del siglo XIX y la mitad del XX huyeron de las persecuciones religiosas, raciales y políticas, de los pogroms, de los hornos de Hitler, del fratricidio en los Balcanes, de la Guerra Civil Española, del invierno y del hambre. Y encontraron en América su lugar en el mundo. En algún momento sintieron la deuda de retornar sus pasaportes europeos a aquellos viejos emigrantes, a sus hijos y nietos. Ultimamente, ya no son tan fácilmente accesibles para las segundas generaciones. Pero en unos pocos años empezaron a percibir la distorsión de su idílico panorama, por la presencia de la gente pobre, morena, prolífica y mal vestida. Una cosa es poder conseguir servicio doméstico barato, o gastar una tarde de domingo en una plaza comprando por tres monedas cacharros y faldas coloridas, bebiendo ron y desafinando los sones de “Sigo siendo el rey”. Otra, muy distinta, ir al cine y que se te siente al lado una pareja cobriza, y encontrarte con ellos en el Metro, y hasta tener que esperar con ellos turno en los hospitales.
El texto acordado entre los 27 estados miembros de la Unión Europea y la Eurocámara fue aprobado por 367 votos a favor, 206 en contra (la conciencia) y 109 abstenciones (los más cínicos), y admite una detención de hasta 18 meses, una prohibición de cinco años para volver, y no excluye de la expulsión ni siquiera a los niños. Prevé así mismo el retorno a su país de origen, o a otro que lo admita, de todo extranjero en situación irregular. Europa ha optado por no sentirse involucrada humanitariamente en situaciones de vida o muerte que afectan por razones raciales, religiosas, políticas o económicas a millones de personas en el resto del mundo. Los europeos han logrado generalizar una situación de bienestar para sus poblaciones, no sin esfuerzo, por cierto; la reconstrucción posterior a las dos guerras mundiales se ha alcanzado en base al trabajo muy duro, al énfasis en la educación, y finalmente a la capacidad de concertación que se traduce en la unidad. Como también se debe al despiadado proteccionismo para sus productos, a las duras cargas impositivas a la importación de mercaderías manufacturadas, a rechazar todo tipo de valor agregado a la codiciada materia prima foránea, y a reservarse el mercado para su mano de obra. Europa sólo importa kilos baratos y exporta toneladas muy caras. En Europa ya no quedan memoria ni gratitud por los cientos de miles de seres humanos que entre fines del siglo XIX y la mitad del XX huyeron de las persecuciones religiosas, raciales y políticas, de los pogroms, de los hornos de Hitler, del fratricidio en los Balcanes, de la Guerra Civil Española, del invierno y del hambre. Y encontraron en América su lugar en el mundo. En algún momento sintieron la deuda de retornar sus pasaportes europeos a aquellos viejos emigrantes, a sus hijos y nietos. Ultimamente, ya no son tan fácilmente accesibles para las segundas generaciones. Pero en unos pocos años empezaron a percibir la distorsión de su idílico panorama, por la presencia de la gente pobre, morena, prolífica y mal vestida. Una cosa es poder conseguir servicio doméstico barato, o gastar una tarde de domingo en una plaza comprando por tres monedas cacharros y faldas coloridas, bebiendo ron y desafinando los sones de “Sigo siendo el rey”. Otra, muy distinta, ir al cine y que se te siente al lado una pareja cobriza, y encontrarte con ellos en el Metro, y hasta tener que esperar con ellos turno en los hospitales.
Eso es demasiado, y encima huelen mal.
1 comentario:
Caro amigo. Infelizmente é verdade o que aqui publicas. São situações destas que me dão asco desta Europa a que me obrigaram a pertencer. Enojam-me os governantes de Portugal, enojam-me os políticos e os seus acordos economicistas. Eu tenho vergonha, os políticos não.
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